“El niño, un ser social”
Covadonga Sáinz de Aja Collantes
Psicopedagoga, y profesora del Colegio Orvalle
Publicado en Hacer Familia
Somos creados para vivir en sociedad y somos sociales desde el momento en que empezamos a existir. Cuando nacemos, incluso antes, desde el vientre materno, entramos en contacto con lo que nos rodea a medida que se van desarrollando los sentidos del bebé. Después de nacidos, el ser humano comienza inmediatamente a experimentar la existencia de otros individuos al interactuar con ellos, bien sea a través del contacto físico o de las emociones que se les manifieste por el tacto y el habla. Cogerles en brazos, expresarles cariño, cantarles y más, son canales para transmitirles multitud de información, que les facilitará conocer y relacionarse con lo que tiene alrededor.
Estos inputs ya están grabándose en su cerebro, sus conexiones neuronales se multiplican con cada estímulo. Se plantea entonces una pregunta: ¿Podría un niño estar solo? Obviando el hecho de que necesitaría alimento para sobrevivir y él mismo no es capaz de proporcionárselo, la respuesta es que el ser humano precisa de un entorno para desarrollarse correctamente. Ha habido en la historia casos de niños abandonados y criados entre animales, en un medio salvaje, sin la compañía de otros hombres, sabemos las dificultades y los problemas a los que tuvieron que enfrentarse. Por tanto, podemos afirmar que las personas necesitamos nacer y crecer en sociedad.
La familia es el primer núcleo social, es la base de todo el aprendizaje desde los primeros meses de vida del bebé, incluso cuando todo es alimentación, cuidados e higiene. Son los padres y hermanos quienes le introducen en el mundo. Cada palabra que le dirigen, cada gesto, cada muestra de cariño, comunica e implica socialización. El ser humano depende de otros como él para desarrollarse y vivir acorde a sus capacidades y para explotar todo su potencial.
Ese primer año de vida es de suma importancia, a cada instante, el niño se encuentra inmerso en situaciones en las que está con otros y aprende las dinámicas de las relaciones. Veamos varios ejemplos: un abrazo se responde con otro; una sonrisa produce caras de alegría alrededor; el llanto hace que los demás se preocupen por ver lo que ocurre; si empieza a caminar y se cae, le ayudan a levantarse... Y así en cada momento, día tras día. Cuando aparece el lenguaje, todo fluye más rápido, ya no solo son gestos, sino también con palabras, sinónimo y la expresión formal del pensamiento.
¿Qué aprende un niño tan pequeño entonces? Todo, desde el principio el niño es capaz de asociar un estímulo a una respuesta, por este motivo es fundamental que los padres sean conscientes de que ya desde estos primeros pasos, están educando. De aquí se deduce que si vivimos en sociedad, tendremos que dotar al niño de las herramientas y los recursos para saber desenvolverse de forma adecuada en su entorno. Vivir en sociedad lleva asociadas unas consecuencias, una de las primeras es que en la relación con los demás existen normas, maneras de hacer las cosas de modo correcto e incorrecto.
Empieza un camino que recorrerán padres e hijos a lo largo de mucho tiempo. En la vida de familia el pequeño aprende cómo debe comportarse en función de la multitud de situaciones que se suceden a lo largo de un día. A lo que le han dicho que “sí” una vez, eso para ellos siempre estará bien hecho. Asimismo, si su comportamiento se alaba cuando le piden que haga algo y lo realiza, se refuerza esa conducta de forma positiva. El pequeño no entiende los motivos pero quiere y le agrada ver contentos a los que le rodean.
Si le dicen “dame esto” o “ven conmigo” y lo hace, verá caras de satisfacción, aplausos e incluso muestras de cariño. Por el contrario, si va hacia el enchufe a poner los deditos, quiere cerrar una puerta de golpe, tira un juguete o escupe la comida, le dirán “no”, asociado a una cara de tristeza y desde luego sin celebraciones ni muestras de alegría. Son cosas sencillas y al mismo tiempo más transcendentes de lo que parecen.
Si no estamos al lado del niño indicándole lo que puede y lo que no debe hacer, si no le pedimos que actúe de una forma concreta y nos da lo mismo que haga una cosa u otra, empezamos a perder oportunidades que son de oro. El niño todavía no expresa verbalmente el lenguaje pero lo entiende. Los padres están ya desde el inicio sentando las bases de la educación y poniendo los límites. Estos son fundamentales para que el niño sepa cuál es el camino a seguir. En la vida necesitará de estas pautas para desenvolverse de forma adecuada en las relaciones con los demás.
Todo el bagaje que el niño tiene cuando comienza la escolarización lo ha aprendido en el hogar, ahora, escuela y padres deben ir de la mano. Uno de los motivos por lo que muchos padres escolarizan antes de los tres años a los hijos, es para que “socialicen”. Un niño de dos años llega a un entorno nuevo en el que tiene que convivir durante horas diarias con otros de su misma edad. No solo eso, hay una persona adulta o más, que van a marcarle claramente cuáles son las rutinas que se siguen: jugar, sentarse y escuchar un cuento, bailar al son de la música, comer, dormir, salir al jardín, pintar, merendar… Todo esto le aporta seguridad, si sabe lo que tiene que hacer en cada momento.
Se aprende viendo, actuando, practicando, imitando conductas positivas. El niño juega y por medio del juego aprende. Si quiere una muñeca que tiene otro niño y se la quita, le dirán que “no” lo haga, por el contrario, si está construyendo una torre con bloques y otro niño le quiere ayudar y lo hacen juntos, le dirán “sí, muy bien”. Interactuando con los demás se estimula la participación, la creatividad, el juego simbólico, el lenguaje hablado.
A medida que va creciendo y cumpliendo un año más, tendrá más oportunidades de interactuar y desarrollar sus habilidades sociales. A partir de los tres años el niño pasará muchas horas del día relacionándose con sus compañeros de clase, sus profesores y las personas que trabajen en este entorno. La rutina se hace cada vez más exigente, los momentos en los que hay que escuchar y estar atento son más prolongados. También lo serán los ratos de esparcimiento y relajación durante los recreos. Ya es más consciente de quién es, y por tanto, de quiénes son los demás.
Las relaciones sociales empiezan a cobrar más relevancia. Habrá momentos de disfrute en los que se reirán, jugarán, compartirán y recibirán refuerzos positivos por su buena conducta. Sin embargo, también habrá ocasiones en las que se pelearán por un juguete, no obedezcan e incluso lleguen a desafiar o retar. En las conductas negativas siempre conviene actuar con firmeza, se debe dejar claro que el camino lo marca el profesor, el padre o el adulto en definitiva. Por un bien que ellos como niños no son capaces de discernir, el criterio respecto a lo que está bien o mal hecho, es de la persona que educa, no del niño. Es fundamental enseñarles y respetar la línea de autoridad, afianzando a los padres como protagonistas de su papel que, por amor, hacen lo mejor para sus hijos.
Educar es una tarea difícil, inagotable y en ocasiones poco agradecida, pero hay que mirar más allá, poner la vista en el horizonte, en la persona adulta que ese pequeño llegará a ser. Los padres deben estar convencidos de que el marcar límites, establecer pautas de actuación y dar ejemplo con su conducta, llevará a sus hijos a desarrollar hábitos que se convertirán en virtudes. De este modo, llegarán a ser todo lo que puedan ser, desarrollarán sus talentos poniéndolos al servicio de los demás, por un bien mayor.
La coherencia también es vital cuando se educa, no se puede decir una cosa y actuar de forma opuesta. Del mismo modo es fundamental que el niño vea y experimente que lo que se le exige en el entorno familiar, en cuanto a obediencia, sinceridad, orden y demás virtudes, son las mismas que se trabajan en la escuela. A la hora de elegir el centro educativo, los padres deben cuidar este aspecto, darle la importancia que merece.
Se suceden los cursos, pasa el tiempo, llegan los cuatro años, las relaciones ya están más establecidas entre iguales, los niños comienzan a tener predilección o mayor conexión con unos que con otros, la “amistad” es incipiente, se vislumbra. Aprenden lo que le agrada a un amigo, se preocupan por su bienestar y pasar tiempo juntos es algo a lo que aspiran con ilusión.
Con cinco años ya los niños son capaces de conocer los gustos y preferencias del otro, comienzan a empatizar y a tener afinidad según el carácter, las aficiones… En estos momentos la figura de padres y profesores es el ejemplo a seguir. Esto conlleva una gran responsabilidad, lo que hagamos, digamos y exijamos como adultos, va a ser observado y analizado al detalle. Sepamos estar a la altura.