Niños que se aceptan, o cómo sanar su corazón
Por Inmaculada Villalobos, profesora del Colegio Orvalle
Publicado en Hacer Familia
Aprender a conocerse, a aceptarse, a pedir perdón y a perdonarse son aspectos clave de la educación que marcarán el futuro como adultos de nuestros hijos. En la medida en que sepan superar las dificultades y se sientan valorados por lo que son y por sus esfuerzos, más que por sus resultados, les daremos las herramientas para seguir creciendo siempre.
Todos queremos triunfar en la vida, ser alguien, mostrar al mundo lo que valemos, ser útiles. La vida es un don, un regalo que nos llega con un paquete de circunstancias: un entorno social y familiar y unos genes que marcan nuestra forma de ser, nuestro carácter, inteligencia, sensibilidad, toda nuestra vida. Si, ahí está. Y hasta que el niño no aprende a coger toda su vida entre sus manos y aceptarla, amarla, besarla…hasta ese momento, no puede llegar a ser feliz.
Parte de la gran labor de los padres es ayudar a los hijos en esta aceptación. Ayudarles a reconocer su realidad, su verdad. Conocerse a sí mismos y que les conozcamos bien; con sus luces y con sus sombras, sus capacidades, sus limitaciones, sus sueños y sus posibilidades. Les ayuda tratarles como ellos son, sin conformarnos con lo que simplemente hicieron bien y sin exigirles más de lo que son capaces de dar. Todo este horizonte de la educación, -esa unión entre la virtud, la libertad y el esfuerzo-, se encuentra, en primer lugar, en la voluntad de nuestros hijos, día a día, momento a momento, decisión tras decisión. Y, en segundo lugar, en el espejo de nuestras actuaciones que les ayuda a crecer bien.
Las personas vivimos, actuamos, pasamos y decidimos y, en ese vaivén, acertamos y cometemos errores. Todo sirve en el aprendizaje y en la educación. El futuro de nuestros hijos se apoya en el presente que vivimos junto a ellos. En su actuar diario. Cuando un niño actúa mal, tenemos que diferenciar si se ha dejado llevar por el capricho o lo ha hecho sin querer. Si fue sin querer, nuestro perdón y nuestro abrazo bastarán en su aprendizaje. Ante el capricho, y siempre con nuestro amor, le mostramos nuestro disgusto y le explicamos la razón, en el momento oportuno. Con eso basta. Hay muchas posibilidades de un incendio en el alma de los niños, pero el afecto que les damos deja siempre una marca que inunda a la persona de paz y sosiego tanto en el fracaso como en el éxito personal. Que palpen el cariño, porque sin amor, sin aprecio, no aprenderán nada.
Para ayudar a nuestros hijos a reconocer sus propios errores necesitamos distinguir las personas de las acciones. Lo que han hecho estará más o menos mal, pero ese acto no les convierte en malas personas. Ellos son buenos aunque lo que hicieron no estuvo bien. Los errores son fuente de mejora, son positivos, son oportunidades para aprender y para crecer, son momentos gratamente educativos. En ocasiones, habrá consecuencias negativas si sus actos no fueron acertados, pero esas consecuencias nunca impedirán el diálogo, escucharles, que se sientan cómodos hablándonos de los motivos que les ha llevado a actuar de esta o de aquella manera.
¡Cuánto les ayuda esta actitud a ser responsables de sus propios actos! La mayoría de los fracasos de nuestros hijos se debe a un malentendido proteccionismo, a una exagerada vigilancia que les impide poner esfuerzo y decisión propia. Ellos deben querer ser mejores. Nuestra labor de padres es de acompañamiento, de facilitarles el descubrimiento de los puntos fuertes que tienen, sus valores y sus cualidades, que son puntos de apoyo personal para superar los fracasos y los defectos que les impidan volar más alto. El niño, al igual que todo ser humano, necesita asumir interiormente tanto el esfuerzo preciso para alcanzar una meta, como la propia culpa por no haber hecho lo que debía hacer. Necesita oírlo, que se lo digamos aunque él ya sepa que no lo ha hecho bien. La propia acción sola, a veces, no basta. A nadie le gusta cometer errores; hacérselo ver le enseña a saber dónde está el mal.
Educamos cuando les ayudamos a actuar correctamente. La tendencia natural de la voluntad de los niños es hacer el bien, pero no siempre saben distinguir el bien del mal. Cuando deciden sin voluntad, se dejan llevar por el capricho y se equivocan, necesitamos producir en ellos sentimientos positivos de mejora, moviendo su voluntad hacia la bondad. Ese movimiento del corazón lleva consigo el reconocimiento de haberlo hecho mal, el arrepentimiento por lo que hizo mal, queriendo o sin querer, el deseo de no volver a repetirlo, la confianza en sí mismo, y saber que es capaz de rectificar.
El diálogo con los hijos cura su corazón. En nuestras conversaciones llenas de afecto, de atención, de comprensión y de conocimiento de nuestros hijos, les mostramos un maravilloso sendero donde se sienten amados, queridos y estimados, no por lo que hacen, sino por lo que son. Les abrimos un mundo interior en el cual ellos piensan, reflexionan, toman decisiones, descubren su error, admiran la verdad…y piden perdón, aceptan ser perdonados, y su voluntad está lista para recomenzar de nuevo, desandar lo andado e ilusionarse con ser mejor. En una época como la que estamos viviendo, en la que los medios de comunicación son la falsilla donde se apoya absolutamente todo lo que hacemos y pensamos...nuestros hijos pueden sentir la soledad más agresiva, que es sentirse solos ante sus propios errores. Nuestra mirada y nuestra conversación con las que aprendemos a escucharles, donde les encauzamos para que busquen sus propias soluciones, donde les explicamos el juego de la responsabilidad, donde les abrimos nuestra puerta, nuestra vida, nuestra experiencia, son el lugar propicio para instruir su inteligencia y su voluntad hacia el bien.
Nuestro perdón a los hijos sana su tristeza y les anima a recomenzar de nuevo. Una frase, una palabra, una mirada de complicidad, un elogio positivo, un “tú eres un campeón “, crean una actitud positiva de satisfacción y de confianza que les impulsa a quererse mejor. Reforcemos el noble acto de nuestros hijos cuando nos piden perdón con palabras de elogio y de cariño. Estamos de su parte. El darse cuenta de que les hemos otorgado el perdón y de que confiamos en ellos hace crecer su autoestima y su deseo de mejora. Enseñarles el “tú puedes” y el “te quiero a pesar de”. Cuando superamos algo que hicimos mal, nos vencemos a nosotros mismos y crece la seguridad y la confianza en nuestra valía personal. Un niño que no se perdona a sí mismo de su error, que no asimila su culpa, se hunde. Si no se quieren, no serán capaces de hacer nada. Salvarles la intención siempre que podamos porque el rencor y el resentimiento hacia uno mismo dañan profundamente el corazón y nos impiden mirarnos con amor y con objetividad.
En la película “En busca de la felicidad”, el protagonista, después de fracasos, de errores, de luchas y de desánimos, le da a su hijo un maravilloso consejo para ser feliz: “Nunca dejes que nadie te diga que no puedes hacer algo. Ni siquiera yo. Ok. Si tienes un sueño, tienes que protegerlo. Las personas que no son capaces de hacer algo te dirán que tú tampoco puedes. Si quieres algo, ve por ello y punto”. Todos tenemos virtudes, todos cometemos errores. El sabio no es el que nunca cae, sino el que siempre se levanta de sus caídas. Enseñemos a nuestros hijos con nuestra vida y con nuestro ejemplo, con nuestro saber rectificar y volver e empezar. Que en la vida podemos tropezar con piedras y obstáculos, pero nadie saldrá premiado sino el que se levante y vuelva a intentarlo con humildad y con amor.